Ahora, todos son como esos árboles que abundan en las calles: con troncos pintados de blanco y ramas mutiladas, con figuras estúpidas, sin que sus ramas se expandan en plenitud, sin que las hojas que los coronan de humildad respiren solemnes el sol y las estrellas, como si eso fuera digno de vergüenza; y en la prisión de consumo, los artificios y prejuicios marchitan su voluntad. Pronto serán solo troncos clavados en el asfalto, sin ramas, aves o nidos, sin el verdor que da la sombra de sabiduría natural. La esperanza para poder renacer proviene de sus entrañas, pero tienen miedo de su propia sangre. Miedo a sangrar y sangrar, derramar sobre el gris esa savia creadora hasta que explote de verde el mundo; arrancarse las venas y tendones para dejarlos latir con el viento, y bañar sus raíces con agua del mar del ego, hasta que su cadáver se seque en la sal del olvido y sea testigo agusanado de ese nacimiento. Cuando un nuevo amanecer rojo y verde, se bañe de oro, los colores de