Sigo cayendo por la lucidez de la que, la prisión de bestias donde se aloja mi conciencia, me protegió alguna vez. Como un guerrero evasivo derretía todas las espadas, a veces sin detener todas la estocadas pero dejando a su paso cientos de cabezas decapitadas. Ahora permite que penetren en mi como un recordatorio divino de que vivo, que soy mas carne que aire, que estoy aqui, de que lloro y rio, cantando un lamento al río que alegra la tumba. El rostro del ahora se desfigura cuando mi guerrero, armado de paranoia, me resguarda en la caja, ataúd estéril pero seguro, desentierro imposible de cavar que disfruto en compañía de la nada. Mi silencio sabe que no tengo temor a las heridas, alas rotas tatuando rencores. No siento aversión por mi sangre ni por los dolores. Temo más bien matar con furia al atacante cotidiano que no siempre es el enemigo de mis pasiones y dones. Mi cobardía yace en no atreverme a provocar la mecha y la explosión que dejarían escapar de la prisión a todas la