Sigo cayendo por la lucidez
de la que, la prisión de bestias
donde se aloja mi conciencia,
me protegió alguna vez.
Como un guerrero evasivo
derretía todas las espadas,
a veces sin detener
todas la estocadas
pero dejando a su paso
cientos de cabezas decapitadas.
Ahora permite que penetren en mi
como un recordatorio divino
de que vivo,
que soy mas carne que aire,
que estoy aqui,
de que lloro y rio,
cantando un lamento al río
que alegra la tumba.
El rostro del ahora
se desfigura
cuando mi guerrero,
armado de paranoia,
me resguarda en la caja,
ataúd estéril pero seguro,
desentierro imposible de cavar
que disfruto
en compañía de la nada.
Mi silencio sabe que
no tengo temor a las heridas,
alas rotas tatuando rencores.
No siento aversión
por mi sangre
ni por los dolores.
Temo más bien matar con furia
al atacante cotidiano
que no siempre es el enemigo
de mis pasiones y dones.
Mi cobardía yace en no atreverme
a provocar la mecha y la explosión
que dejarían escapar de la prisión
a todas las bestias con hambre.
Debo despedir a mi escudero loco,
ahora comprendo que
lo mejor es liberarlas de a poco.
La lucidez por la que hoy transito
me hace sentirlo todo,
palpar con detalle cada enojo,
cada vergüenza, gesto, mueca
que me hubiera llevado al manicomio.
Al menos yo decido
cuando entrar y cuando salir
para tener descanso
de los frutos estridentes
que me desgastan los dientes.
Alejarme del mundo,
inhalar la danza humeante
que seduce en la oscuridad,
refugiar en su silueta los ojos
cansados de realidad,
acallando el grito
cegador pero palpable
de estar,
de darme cuenta,
de recordar
el pasado maldito
que preferí ignorar.
Recordar así es como despertar
con una alarma irritante
junto al cuerpo desnudo
de algún amante.
S.Y.
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